Igual que muchos países de África Occidental, Senegal está perdiendo a muchos de sus jóvenes. En los últimos años, cada vez es más frecuente que los chicos dejen los pueblos y las zonas remotas del país para estudiar o probar fortuna en la capital, Dakar, donde a menudo comparten pequeñas habitaciones en edificios en ruinas ubicados en los suburbios.
Una vez aquí, y ya desvanecidos los sueños de triunfar en su tierra natal, maduran el deseo de llegar a Europa, que consideran su El Dorado.
Sin embargo, las embajadas europeas no expiden visados tan fácilmente, por lo que estos chicos lo arriesgan todo para iniciar un largo viaje que los llevará, entre otras etapas, a atravesar el desierto del Sáhara en pick-ups y furgonetas maltrechas y el mar Mediterráneo a bordo de embarcaciones muy precarias. Algunos lo consiguen, muchos otros no.
Disfrutando del aire fresco y los últimos rayos de sol del día, Souleiman pasea sobre La Cornisa, la carretera que discurre a lo largo de la línea de la costa. Viste vaqueros, zapatos deportivos y camiseta de baloncesto.
A su lado, fluye imparable y rápido el tráfico propio de la hora de la vuelta del trabajo. Con una mirada amable, tiende la mano y se presenta. “Me llamo Souleiman, tengo 19 años y trabajo como albañil. Trabajo en una obra no muy lejos de aquí y estaba volviendo a casa. Mi sueño es ir a Europa”.
En África occidental las rutas de los migrantes son numerosas y se confunden con las de millones de personas que viajan diariamente.
Se desplazan como pueden, según sus posibilidades, para comerciar, visitar un pariente lejano o participar en alguna peregrinación. Casi todos utilizan transportes comunes como furgonetas de mil colores y autobuses repletos de pasajeros y mercancías; algunos van en taxis comunitarios con precios asequibles; otros en moto; pocos en coches privados.
Souleiman insiste en mostrar su casa, en el distrito Rebeuss, donde también se encuentra la cárcel civil central, en la que más de dos mil detenidos viven repartidos en unas 40 celdas. Muros altos y gruesos impiden que los internos puedan ver la costa, a pocos metros de distancia. “Me pregunto si el olor del mar llega a esas celdas superpobladas”, dice, pensativo, Souleiman.
Cerca de la prisión hay un alto y maltrecho edificio. La puerta, que está siempre abierta, da a un pasillo pintado de azul. Desde aquí, una escalera oscura con escalones discontinuos lleva hasta la terraza, cinco pisos más arriba.
Entre una maraña de cables eléctricos abiertos y luces de neón raquíticas se abren largos pasillos a los que dan docenas de puertas. Preso de un repentino ataque de vergüenza, Souleiman no muestra su habitación sino la de sus primas, cuatro jóvenes que comparten un colchón tirado en el suelo, un banco de madera desvencijado, un armario y un televisor en el que siempre está puesto el mismo canal.
Unos videos musicales de hip-hop se intercalan con publicidad de concursos que prometen grandes premios.
Las chicas, entusiasmadas por la visita, se prueban ropa y maquillaje. Algunas estudian, otras trabajan. Este edificio alberga principalmente a jóvenes, estudiantes y trabajadores. Una comunidad proveniente de aldeas remotas del interior de Senegal en busca de fortuna en la ciudad.
Las universidades de Senegal son de las más famosas de toda el África subsahariana. Sin embargo, un número cada vez más alto de matriculados, profesores mal pagados y huelgas frecuentes desalientan el estudio.
Algunos estudiantes tratan de conseguir becas para estudiar en Europa y luego, como sucede a menudo, no vuelven. Por esta razón, las embajadas europeas otorgan un número cada vez más reducido de becas para los africanos.
Después de subir varios tramos de escaleras, finalmente se llega al tejado. Ahí hay un hombre de unos 60 años con mirada amable y bien vestido. Insiste en mostrar a los animales que vigila en los corrales de lata construidos por él mismo en el tejado: cabras, gallinas y palomas.
“Es el dueño de todo el edificio y de otras casas en el vecindario. Trabaja como fotógrafo para el presidente desde hace muchos años”, se apresura a aclarar, susurrando, Souleiman.
Desde la terraza se observan escenas ordinarias de un barrio tan céntrico como popular: niños que al correr levantan polvo, un hombre que empuja un carro que pasa con dificultad por un callejón estrecho.
El enjambre cotidiano típico de todas las ciudades de esta parte del mundo visto desde un edificio en ruinas al atardecer. El sol se pone rápido y se esconde detrás del horizonte. Empieza la llamada del muecín a la oración y un desconocido asoma al balcón de su casa, en el edificio de enfrente.
Souleiman se inclina sobre la barandilla y mira hacia lo lejos. Sueña con Europa y, jura, pronto se irá. Su padre murió hace un par de años, y él es el hermano mayor de otros cuatro.
“Mis hermanas ya están casadas, por lo menos tienen estabilidad. Dejé la escuela para trabajar, para que pudiesen seguir estudiando mis hermanos pequeños y ayudar a mi madre”. Repite una y otra vez que no quiere irse por el dinero sino para tener más derechos que está seguro encontrará en el mercado laboral europeo.
Oculto bajo esta inquebrantable creencia se encuentra tal vez el simple deseo de ver con sus propios ojos lo que la televisión e internet, junto con historias distorsionadas de los que emigraron antes, describen como un El Dorado. “Quien no viaja no conocerá nunca el mundo”, dice Souleiman, seguro de sí mismo.