Me llamo Amir y llegué aquí nadando”. Su suave voz se funde con los sonidos de fondo del campamento. Hace un calor sofocante en Souda, en la playa de Quíos, donde unos mil inmigrantes esperan que la engorrosa burocracia de la Unión Europea les encuentre un alojamiento decente.
Sentado en una roca, y enmarcado por un precioso mar de un azul radiante, uno se encuentra a un hombre sonriente pero pensativo, con un poderoso pecho, con unas muletas distintas entre ellas y con un calcetín que cubre el muñón del pie derecho. Contempla Turquía, que está lo suficientemente cerca como para poder entrever algunos edificios. Parece querer tocarla con la mano. Su interlocutor pide una explicación. “Pero ¿cómo que llegaste nadando? ¿Cómo es posible?”.
“¡Por supuesto, nadando! Tardé 12 horas desde Cesme hasta aquí”. Amir al-Zir ya está acostumbrado a dejar a sus interlocutores con la boca abierta. En el tramo más cercano, Turquía está a unos 10 kilómetros de la isla griega de Quíos. Él los ha recorrido a brazadas, a pesar de los controvertidos acuerdos sobre inmigración entre Bruselas y Ankara, de las fronteras y de la desventaja que, en la tierra, tanto lo ralentiza.
“Sólo soy feliz cuando estoy en el agua, que es mi elemento. Allí me siento libre y no siento la falta de este pie. Desde niño siempre he tenido un gran amor por el mar; mis amigos y yo hacíamos competiciones de natación. Todavía recuerdo cómo me regañaba mi madre”, agrega.
Amir, de 37 años de edad, proviene de la pequeña ciudad portuaria de Baniyas, uno de los primeros lugares en los que sopló el viento de la revolución contra el régimen de Bashar al-Assad en el lejano 2011. Durante meses las fuerzas gubernamentales tuvieron a Baniyas en estado de sitio.
Amir explica: “Protestábamos pacíficamente, no representábamos ninguna amenaza, pero los de Al-Assad nos atacaron con fuerza. Luego, en 2012, me explotó una bomba a pocos metros de distancia, y se me llevó el pie derecho. No pudieron hacer otra cosa que amputármelo”.
Repasando la galería de fotos de su teléfono, Amir muestra los retratos de sus tres hijas. Se le ilumina la cara. “Ahora están en Beirut, junto con mi mujer, que es libanesa. Están a salvo en casa de mi suegro. Es mi deber ayudarles, pero primero tengo que resolver mis problemas físicos. Quiero llegar a Alemania, concretamente a Munich, donde hay una clínica en la que me pueden construir una prótesis con la que voy a volver a caminar como antes”.
Amir, quien llegó a Turquía en mayo pasado, fue víctima de los engaños de los traficantes turcos. “Les di dos mil dólares para que me llevasen a Grecia. Pero, una vez en Estambul, desaparecieron sin dejar rastro”. Llegó a Cesme gracias a la colecta de algunos amigos, pero no tenía suficiente dinero para pagar a los traficantes.
“Les rogué que me dejaran subir igual, me puse de rodillas, pero no sirvió de nada. Me quedé mirando el mar durante horas. No había ni una ola, el agua era como una mesa. Así que decidí y salté. Era una noche cálida, hace 10 días”, dice Amir.
Llevaba, atada al vientre, una bolsa cerrada herméticamente en la que llevaba algunos documentos, un puñado de dólares y el teléfono. “Nadaba durante aproximadamente una hora y hacía una pausa -explica mostrando la técnica que utilizó durante la travesía, en el agua azul delante de la playa de Souda-. Sabía cómo hacerlo. En ningún momento me sentí realmente en peligro”. Amir llegó a la orilla de Quíos al día siguiente por la mañana.
“Había agotado todas mis fuerzas -continúa-. En esa playa había turistas alemanes tomando el sol. Tan pronto como me vieron me socorrieron, me llevaron al pueblo más cercano. Entonces llegó la policía, que me acompañó a la comisaría. ´He llegado nadando´, les decía. Nadie quería creerme. Me investigaron. Después, al cabo de un par de días, me llevaron a un sitio en barca y me pusieron a prueba. Nadé durante un par de horas sin parar. Entonces sí que me creyeron”.
“Es un héroe para todos nosotros -exclama Ali, un sirio de Homs y compañero de cubículo de Amir-. Su aventura es increíble. Él nos representa a todos nosotros y lo hace de una manera casi legendaria”. Todos empezaron a llamarle Amir Al Bahr, que en árabe significa “el príncipe del mar”. Sus compatriotas lo miran con mucho respeto mientras se arrastra con las muletas desde el hotspot de Vial, donde se registró como solicitante de asilo, y el campo de Souda.
Aquí, de vez en cuando, pasa la noche en un barco de pesca abandonado. Víctima de una burocracia sin fin, a Ali lo asiste un abogado de los Estados Unidos. “Primero tengo que llegar a Atenas, que es por donde hay que pasar para continuar el viaje. Después ya veremos. Continuaré por Macedonia o por Albania. Si hubiese mar, podría intentarlo nadando. Cometería un delito, lo sé, pero, como los peces del mar, no conozco muy bien el significado de vuestras fronteras trazadas con bolígrafo”.
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